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El registro documental del constitucionalismo de Jesús H. Abitia
Por: Angel Miguel. (Página 2)
Por otra parte, la estructuración de estas películas en escenas que se sucedían de manera cronológica era muy conservadora desde el punto de vista estilístico comparada con la de las producciones extranjeras de ficción contemporáneas, dotadas de recursos como el montaje paralelo y los flashbacks que involucraban juegos con distintas dimensiones espaciales y temporales. Los documentales, en su mayoría hechos por cineastas que no filmaron películas de argumento y algunos de los cuales habían aprendido el oficio en los orígenes mismos del cine, estaban compuestos por tomas “claras” (usualmente planos generales) dirigidas a cumplir con el requisito mínimo de los reportajes informativos, es decir, que los acontecimientos fueran inteligibles para el público.

En la época en que se filmaron estos documentales surgía en el mundo el sistema de estrellas y el público mexicano ya conocía los nombres de algunas actrices extranjeras, aunque todavía no podía saber los de los directores ni camarógrafos, que no se destacaban en los anuncios de los diarios ni en los créditos de las cintas. Pero dada la popularidad de los documentales de la revolución, desde entonces se sabía que uno de los más destacados cineastas mexicanos de esta corriente era Jesús H. Abitia.

Abitia nació en un pueblo del estado norteño de Chihuahua, en 1881, y pasó sus primeros años en el estado vecino de Sonora. Muy joven aún comenzó a aficionarse a la fotografía fija hasta alcanzar un dominio del oficio que en 1908 le permitió abrir el estudio-tienda Abitia Hermanos en Hermosillo, la capital de Sonora. Ahí se convirtió en un próspero pequeño comerciante que simpatizaba con las ideas anarquistas de los hermanos Flores Magón y después con las liberales de Francisco I. Madero, quien encabezó la revolución contra Porfirio Díaz. Cuando Madero llegó a Hermosillo durante su gira electoral, en enero de 1910, Abitia lo recibió en su casa, razón por la cual se enemistó con los hombres fuertes del gobierno porfirista local y tuvo que exiliarse por un tiempo en los Estados Unidos. Y ahí, deslumbrado por la próspera industria norteamericana del cine, adquirió su primera cámara para hacer películas.

Al triunfo de la revolución maderista en 1911, Abitia se incorporó al nuevo gobierno sonorense, y permaneció en él hasta que, en febrero de 1913, ocurrió la rebelión de una fracción del ejército federal, encabezada por Victoriano Huerta, que condujo al asesinato del presidente Madero. Ésta sorprendió a Abitia en Mazatlán, en la costa occidental (filmaba ahí las primeras películas de ficción mexicanas, que lamentablemente no se conservan), pero interesado en lo que sucedía en la capital hizo un viaje hasta ésta, donde tomó fotos de los daños en casas y monumentos ocurridos durante las revueltas militares. Regresó entonces al norte y poco después se encontró en la frontera con Álvaro Obregón, antiguo condiscípulo suyo y ahora uno de los militares más destacados del constitucionalismo, movimiento revolucionario encabezado por Venustiano Carranza y dirigido a combatir al gobierno de Victoriano Huerta. Obregón invitó a Abitia unirse a la lucha pues –como escribió más adelante–, “ha sido un verdadero liberal y demócrata, y siempre ha demostrado la adhesión más completa a los principios revolucionarios”.

Así, el fotógrafo fue enrolado en la fracción de las fuerzas constitucionalistas denominada Cuerpo de Ejército del Noroeste. Por eso conoció a Carranza en el mismo 1913 en que éste llegó a Hermosillo, quien de inmediato reconoció en él a alguien que podía serle útil, aunque no en el terreno militar, sino en el de la propaganda. El escritor Martín Luis Guzmán sugirió más adelante que este encuentro había sido un momento crucial para el desarrollo de la fotografía en México, pues “de entonces data la conciencia de su destino como actividad llamada a grandes cosas; de entonces el empuje, pronto crecido, luego en auge, de su desenvolvimiento económico. Porque don Venustiano cultivó a partir de allí tan tenaz y arrolladora inclinación a prodigarse en efigie, que su sonrisa bonachona y el brillo de sus espejuelos vinieron a ser en poco tiempo, para el agosto de los fotógrafos, verdadera alondra de luz: de luz áurea y tintineante. Miles de pesos importaban en Hermosillo las cuentas de retratos de la Primera Jefatura (…) Y esto mismo, importante ya, no habría de ser sino el comienzo de la era fotográfica, pues luego, no contentos con la imagen estática del Primer Jefe, los supremos directores de la revolución recurrirían a la cinemática.” Es posible, como afirma Guzmán, que el interés de Carranza por retratarse apoyara el desarrollo de las industrias fotográfica y del cine, pero esto no parece haber sucedido en gran escala; lo más probable es que sólo sirviera a unos pocos negocios particulares, como el de Abitia. Sea como sea, Carranza, siguiendo una arraigada costumbre de la época, le regaló una imagen suya firmada y dedicada; la dedicatoria era halagüena, pues el primer jefe de la revolución se refería a él llamándolo “fotógrafo constitucionalista”.
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Fundación Toscano IAP | México, D.F. Junio de 2005